sábado, 14 de mayo de 2011

EL CADÁVER DE UN GORRIÓN

JUAN PEDRO RODRIGUEZ MURILLO




            El lunes, 5 de abril, llegué al trabajo. La puerta de mi despacho estaba abierta. Me pareció extraño, siempre la cierro cuando me marcho. La mujer que limpia tiene llave, posiblemente ella olvidó cerrarla.
            Me acerqué, había algo en el suelo. Un pájaro muerto. El cadáver de un gorrión en la entrada. Simplemente eso, ni sangre, ni plumas, nada, sólo el cuerpo sin vida del animal. Con un folio usado lo amortajé y, sin decir una palabra a nadie, lo tiré a la basura.
            No le quise dar mayor importancia. Tenía mucho trabajo sobre la mesa. Intenté olvidar el asunto. Pero no pude concentrarme en toda la mañana. No paraba de pensar en lo ocurrido, ¿cómo había llegado hasta allí? Tal vez mientras la mujer limpiaba abrió la ventana, y el pájaro entró. Pero si la puerta estaba abierta, podría haber salido de la oficina. Puede que entrase por cualquier otra ventana y hubiese venido a morir aquí. Si se coló el viernes por la tarde y el lunes estaba muerto, ¿cuánto aguanta un gorrión sin comer y sin beber? Si estuvo aquí todo el tiempo, tendría que haber algún rastro. No he visto cagadas de pájaro por ningún sitio. Es muy raro. Pero seguro que hay una explicación lógica.
            El miércoles, 7 de abril, llegué al trabajo. La puerta de mi despacho estaba cerrada. Entré. Al bordear la mesa para sentarme en la silla encontré, junto a sus ruedas, el cadáver de una rata.
            Salí de allí caminado hacia atrás lentamente. Cerré. Los dedos me temblaban sobre el picaporte. Sentía en mis sienes el bombeo acelerado del corazón. Una rata muerta, y no había sangre. ¿Alguien la había dejado ahí?, o, ¿también había muerto de hambre? Esa vez no pude entrar, recogerla y echarla a la basura. No. Era algo más que una coincidencia.
            Fui a ver al jefe. Quizá él pudiera explicarme lo que estaba sucediendo. Al llegar lo encontré de pie, en medio de su lujoso despacho, pálido, con la mirada perdida. Unas gotas de sudor le resbalaban por la frente. Le hablé, tardó unos segundos en reaccionar. Me miró y sin apartar la vista de mí, señaló su moderno sofá de piel negra. Allí, parecía dormido, un gato blanco descansaba para siempre sobre los cómodos cojines.
            -¡Dios, joder, qué coño está pasando! –grité. Me apoyé en la pared, me dejé caer al suelo. Oculté mi cabeza con las manos.
            El jefe, al ver mi reacción, comprendió que no era el único que estaba recibiendo estos peculiares regalos. Para él este era su tercer cadáver. Primero un gorrión, después una rata y ahora un gato. Ninguna pista, ni plumas, ni pelos, ni sangre. Decidimos que lo mejor sería llamar a la policía.
Les contamos lo ocurrido. Ellos poco podían hacer. Hablaron con la mujer encargada de la limpieza, una señora a punto de jubilarse, que llevaba en la empresa más de 20 años. La mujer, más sorprendida que nosotros, juró y perjuró que ella no tenía nada que ver. Que entraba, hacía su trabajo y se iba, y que nunca olvidaba cerrar las puertas. Se avisó a un cerrajero. Ahora solamente nosotros tendríamos la llave. Nadie más. La limpieza se haría mientras estuviésemos allí.
            Hoy, viernes 9 de abril, he llegado al trabajo. Al pasar frente al despacho del jefe he observado que la puerta estaba cerrada. Poco después he visto que la del mío estaba abierta. Nunca creí que las medidas tomadas dos días atrás fueran a servir de algo. Sabía lo que me iba a encontrar. He entrado y allí, sobre los no tan cómodos cojines del viejo sofá, el cadáver de un gato blanco. Sin sangre, sólo el cuerpo sin vida, nada más.
            Corriendo he ido a ver al jefe. He llamado, no ha habido respuesta. Él nunca llega tarde. He telefoneado a su casa, nadie ha contestado. A su móvil, sin señal. Ningún compañero sabe nada de él. Hemos forzado la cerradura.
            Hemos tenido que volver a llamar a la policía. Esta vez sí tendrán que intervenir.
            ¿Estaré vivo el lunes?